Fuente: Eliana |
Antes de que el Piojo naciera, su habitación estaba completamente lista. Pintada en
azul a dos tonos y estrellas fluorescentes, con varios juguetes que nos
regalaron en los baby shower, toda su ropita lavada y sin etiquetas
perfectamente acomodada por talla en la cajonera, con un piso de goma
comodísimo en el que podría jugar cuando creciera un poco, con una linda cuna
que nos heredaron, con un juego de cama verde de ranita. Como él era
pequeñito, la cuna le quedaría muy grande, así que dormiría en su bambineto,
dentro de la cuna, y acomodado con un almohadón triangular en cierto ángulo
para evitar que se ahogara por la noche. Ojalá que como nos ocupamos de su
habitación nos hubiéramos ocupado de escuchar más nuestra naturaleza.
Desde el primer día que llegamos a casa mi hijo durmió solo en su habitación. Ahora lo escribo y no lo creo. Pero así fue. No es que alguien en particular nos lo dijera, pero él debía tener su habitación, su propio espacio; ya saben “porque el bebé debe adaptarse a la vida de sus padres” y no venir a revolucionarla…. ¿pero qué no desde el mismo instante que supimos que estábamos embarazados nuestra vida dio un giro de 180°? El caso es que en ese entonces no me di cuenta de la incoherencia.
No dejaré de reconocer que mi esposo no dio
queja alguna los primeros días (ni después) en que en la madrugada el bebé se
despertaba llorando. Como el Piojo
nació por cesárea yo no podía pararme de la cama para atenderlo de
inmediato. Así que su papito le cambiaba el pañal, le daba el biberón, lo
cargaba y apapachaba hasta que se volviera a dormir y volvía a dejarlo solito
en su cuna. Poco a poco también me tocó levantarme en las noches a atender a mi
bebé. Y de ahí en adelante era como la típica escena de película… Nadie
descansaba bien ni un solo día: levantarse a cada momento para ver que el
niño estuviera bien cobijadito, preparar el biberón, tratar de convencernos el
uno al otro de que era su turno ir a atenderlo.
Conforme el recién nacido fue creciendo, el
llanto no cesaba. El Piojo exigía
el calor de sus padres. Sentirse acompañado, seguro y amado no sólo de día sino
también de noche. Y aun cuando creíamos haber satisfecho todas sus
necesidades, él seguía llorando. Entonces, fuimos “cayendo en la tentación”
y lo acostamos con nosotros. Mágicamente se acababan las lágrimas, comenzaba a
dormir como un angelito. Así, sin saber, fue nuestro primer encuentro con el
colecho. No es que el Piojo durmiera
con nosotros toda la noche ni todos los días; pero sí como nuestra opción
cuando los llantos no paraban. Eso sí, cuando lo llevábamos a la cama de sus
papás gozábamos tenerlo cerquita, su olor y calor transformaban nuestro lecho,
pero no sabíamos por qué. Y así es como desperdiciamos prácticamente dos
años por ignorancia.
Luego fue que comencé a encontrarme
plenamente con mi maternidad y con un estilo de crianza más acorde a lo que
sentía y quería ofrecerle a mi hijo. Descubrí que el hecho de que mi niño
duerma a mi lado tiene un nombre y muchos más beneficios comprobados que el
no hacerlo. Comprendí que hay muchos mitos en torno al colecho, y con placer
fui descubriendo que son justo eso,
mitos.
Ahora es el Piojo quien quiere dormir en su cama. Él ya no tiene una cuna, sino
una cama muy bajita (de Cars) de la que puede bajarse cuando él lo decida. Casi
todos los días dormimos dos y despertamos tres en nuestra cama… Porque hace ya un tiempo que dejo de ser la
cama de papás y se transformó en una cama familiar.
Me gustaría saber tu historia. ¿Practicas el colecho? ¿Por qué?
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