Hace un par de meses nuestro automóvil dejó de funcionar. Ya tenía tiempo en el que, o le fallaba una cosa o la otra; hasta que finalmente el daño fue mayor. Repararlo nos hubiera resultado realmente costoso y la inversión difícilmente se recuperaría. Después de platicarlo, mi esposo y yo decidimos no repararlo. A los pocos días se presentó la oportunidad de venderlo a un estudiante de mecánica que nos pagó lo justo (realmente muy poco). Entre el dinero que nos pagaron, los ahorros con los que contábamos, el bono de productividad del Fulano y el apoyo de su papá pudimos comprar un auto, que llegó a nuestra casa esta semana.
Durante la búsqueda el más exigente fue el Piojo. Al parecer, no estaba interesado en cambiar su coche blanco por otro. Ninguno le terminaba de convencer; aunque le parecía muy divertido ir a las agencias (sobre todo las que tenían zona de entretenimiento infantil). Después de analizar varias opciones, nos decidimos por el coche de un compañero de trabajo del Fulano. Un coche que el Piojo ni siquiera había visto.
El lunes por la noche mi esposo
llegó de trabajar en el auto nuevo. Minutos antes le conté a mi hijo que su
papá llegaría con el coche nuevo, y parecía estar muy emocionado. No me
sorprendió su reacción al ver llegar al Fulano.
De inmediato, mi pequeño se soltó a llorar diciendo que no le gustaba ese
carro, que no quería que lo pintaran de rojo (aunque en realidad es naranja
metálico, pero dicen que de noche todos los gatos son pardos) y que su favorito
era el blanco. Muchos minutos de tensión pasaron hasta que su papá nos invitó a
cenar para celebrar y le pidió que manejara con él. Breves segundos bastaron
para que el Piojo dijera que era SU
coche, que le gustaba “mucho muchote” y que lo presumiera a su tía: “Mira, se le mueve el espejo así y así. También
le puedes mover aquí y acá. Y así se escucha (el claxon).”
¿Te ha pasado algo parecido?
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